El asalto, cuento
Este cuento, me lo publicó, a principios de los años 90, El día de los jóvenes, suplemento de El día, un periódico de México. Fue uno de los primeros relatos que yo daba a conocer de manera pública. Aunque para mí era un cuento, el editor del suplemento, sin embargo, lo catalogó como crónica.
He realizado algunas correcciones, a fin de darle un mejor acabado, aunque he respetado la idea original del cuento.
A continuación, el cuento:
Abordé el metro en esas horas cuando está preñado de gente; en esas horas en que pareciera que va a parir a esa masa humana.
Estuve en ese medio de transporte sólo en el trayecto de tres estaciones. Esto fue suficiente para que mi cuerpo sintiera quemarse en el interior del vagón. Ahí adentro hacía muchísimo calor; las personas apeñuscadas, como pescados enlatados, acentuaban más el escaso oxigeno caliente.
Iba, frente a una puerta. sin agarrarme del pasamanos; pero no me caía porque las personas me aprisionaban con sus cuerpos. El morral en mi hombro, que contenía libros y mi dinero, se movía cuando alguien lo rozaba al quererse abrir paso, para salir, al llegar a alguna estación.
Afortunadamente llegué al punto donde tenia que bajar. A empujones, junto con otras personas, salí del tren subterráneo. Saqué un pañuelo de mi maleta, limpié las gotas de sudor de mi frente y las mejillas, y lo guardé y toqué allí el fajo de billetes que traía en un sobre allí en el morral, a un lado de los libros; ese dinero era el pago de un préstamo, y debía cuidarlo. Aseguré, con el cierre, el morral de cuero y eché a correr rumbo al siguiente medio de transporte. Se me hacía tarde. La noche estaba llegando, a grandes zancadas.
Para abordar el microbús, e irse sentado, había que formarse; yo no lo hice, pues llevaba prisa; decidí irme parado.
El microbús —un vehículo con forma de autobús, pero como si hubiese sido cortado a la mitad— en su interior iba iluminado con una luz moribunda que se estrellaba en los rostros cansados y dormilones de los pasajeros.
Los que iban sentados, cabeceaban al ritmo de los movimientos del microbús. Al igual que yo, muchos iban de pie.
No habíamos avanzado mucho cuando unos tipos hicieron la señal para que el vehículo se detuviera. Este paró y tres hombres subieron. Tenían mal aspecto: el cabello hasta los hombros, la cara marcada de cicatrices; vestían pantalones de mezclilla, viejos y ajustados.
Supuse que esos tipos eran rateros. De reojo los vigilaba, desde el fondo del microbús. Uno, apretujado con los cuerpos de los viajantes de pie en el pasillo, avanzaba con intensión de llegar hasta el fondo; los otros dos permanecieron a un lado de la puerta lateral por donde suben los pasajeros.
En un enfrenón del microbús, uno de los tipo que estaban en la puerta alzó su brazo para sostenerse del techo del micro y no caerse; el suéter que vestía se alzó y alcancé a verle en la cintura una pistola. Estos van a asaltar, pensé acercándome a la puerta y grité: ¡Bajan!
Aún me faltaba mucho para llegar a mi destino, pero quería ponerme a salvo del atraco.
No bien paró el micro y salté; Inmediatamente eché a correr rápido, lo más que podía, en dirección contraria a la del vehículo. Volteé a mirar y noté que los tres tipos brincaban del micro y empezaban a perseguirme.
—Párate, cabrón.
Y yo corriendo, jadeando, di vuelta en una calle, y después me escondí abajo de un carro viejo. Aquí no me van a encontrar, pensé, abrazando mi morral donde llevaba el dinero. Los tipos, pasaron cerquita de mi escondite; oía sus pisadas. “Donde se habrá metido este güey", oí una voz. Y yo, queriendo respirar muy quedo, pero no lo lograba; estaba muy agitado, por el miedo y la carrera.
Afortunadamente, después de unos cinco minutos, ya cuando no oía ni los pasos ni las voces de mis perseguidores, salí de mi escondite; miedoso, caminé aprisa a la calle donde transitaban los microbuses de pasajeros; ahí había más personas esperando la unidad pasera. Cuando paró subí.
Rato después, ya más tranquilo, llegué a mi casa. Estaba cansado, por la carrera y el miedo a los tipos que me persiguieron, pero había valido la pena; nada me había pasado; y mi dinero estaba a salvo.
Me senté en el borde de la cama; saqué los libros; y enseguida, el paquete que contenía el dinero; quería contarlo cuanto antes; abrí la hojas que guardaban los billetes; mis ojos se abrieron desmesuradamente cuando me di cuenta que lo que tenía entre mis manos era sólo un fajo de periódicos, recortados al tamaño de los billetes, con uno de doscientos encima. Mi morral tenía una rajada. Mecé mis cabellos con mis manos y empecé a recordar cómo se movía mi morral, cuando yo estaba en el vagón del metro.
He realizado algunas correcciones, a fin de darle un mejor acabado, aunque he respetado la idea original del cuento.
A continuación, el cuento:
Captura de El asalto, cuento de Javier Torres publicado en El día. |
El asalto
Abordé el metro en esas horas cuando está preñado de gente; en esas horas en que pareciera que va a parir a esa masa humana.
Estuve en ese medio de transporte sólo en el trayecto de tres estaciones. Esto fue suficiente para que mi cuerpo sintiera quemarse en el interior del vagón. Ahí adentro hacía muchísimo calor; las personas apeñuscadas, como pescados enlatados, acentuaban más el escaso oxigeno caliente.
Iba, frente a una puerta. sin agarrarme del pasamanos; pero no me caía porque las personas me aprisionaban con sus cuerpos. El morral en mi hombro, que contenía libros y mi dinero, se movía cuando alguien lo rozaba al quererse abrir paso, para salir, al llegar a alguna estación.
Afortunadamente llegué al punto donde tenia que bajar. A empujones, junto con otras personas, salí del tren subterráneo. Saqué un pañuelo de mi maleta, limpié las gotas de sudor de mi frente y las mejillas, y lo guardé y toqué allí el fajo de billetes que traía en un sobre allí en el morral, a un lado de los libros; ese dinero era el pago de un préstamo, y debía cuidarlo. Aseguré, con el cierre, el morral de cuero y eché a correr rumbo al siguiente medio de transporte. Se me hacía tarde. La noche estaba llegando, a grandes zancadas.
Para abordar el microbús, e irse sentado, había que formarse; yo no lo hice, pues llevaba prisa; decidí irme parado.
El microbús —un vehículo con forma de autobús, pero como si hubiese sido cortado a la mitad— en su interior iba iluminado con una luz moribunda que se estrellaba en los rostros cansados y dormilones de los pasajeros.
Los que iban sentados, cabeceaban al ritmo de los movimientos del microbús. Al igual que yo, muchos iban de pie.
No habíamos avanzado mucho cuando unos tipos hicieron la señal para que el vehículo se detuviera. Este paró y tres hombres subieron. Tenían mal aspecto: el cabello hasta los hombros, la cara marcada de cicatrices; vestían pantalones de mezclilla, viejos y ajustados.
Supuse que esos tipos eran rateros. De reojo los vigilaba, desde el fondo del microbús. Uno, apretujado con los cuerpos de los viajantes de pie en el pasillo, avanzaba con intensión de llegar hasta el fondo; los otros dos permanecieron a un lado de la puerta lateral por donde suben los pasajeros.
En un enfrenón del microbús, uno de los tipo que estaban en la puerta alzó su brazo para sostenerse del techo del micro y no caerse; el suéter que vestía se alzó y alcancé a verle en la cintura una pistola. Estos van a asaltar, pensé acercándome a la puerta y grité: ¡Bajan!
Aún me faltaba mucho para llegar a mi destino, pero quería ponerme a salvo del atraco.
No bien paró el micro y salté; Inmediatamente eché a correr rápido, lo más que podía, en dirección contraria a la del vehículo. Volteé a mirar y noté que los tres tipos brincaban del micro y empezaban a perseguirme.
—Párate, cabrón.
Y yo corriendo, jadeando, di vuelta en una calle, y después me escondí abajo de un carro viejo. Aquí no me van a encontrar, pensé, abrazando mi morral donde llevaba el dinero. Los tipos, pasaron cerquita de mi escondite; oía sus pisadas. “Donde se habrá metido este güey", oí una voz. Y yo, queriendo respirar muy quedo, pero no lo lograba; estaba muy agitado, por el miedo y la carrera.
Afortunadamente, después de unos cinco minutos, ya cuando no oía ni los pasos ni las voces de mis perseguidores, salí de mi escondite; miedoso, caminé aprisa a la calle donde transitaban los microbuses de pasajeros; ahí había más personas esperando la unidad pasera. Cuando paró subí.
Rato después, ya más tranquilo, llegué a mi casa. Estaba cansado, por la carrera y el miedo a los tipos que me persiguieron, pero había valido la pena; nada me había pasado; y mi dinero estaba a salvo.
Me senté en el borde de la cama; saqué los libros; y enseguida, el paquete que contenía el dinero; quería contarlo cuanto antes; abrí la hojas que guardaban los billetes; mis ojos se abrieron desmesuradamente cuando me di cuenta que lo que tenía entre mis manos era sólo un fajo de periódicos, recortados al tamaño de los billetes, con uno de doscientos encima. Mi morral tenía una rajada. Mecé mis cabellos con mis manos y empecé a recordar cómo se movía mi morral, cuando yo estaba en el vagón del metro.
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